miércoles, 16 de enero de 2019

La Mujer Indomable

LA MUJER INDOMABLE

El 16 de Enero de 1969 fue y será siempre para mí un día increíble. Han pasado más de cuarenta años y ningún 16 de enero ha quedado inadvertido. Guardo un hondo y entrañable recuerdo y siempre vuelve a mi memoria como: el día que se inauguró el cine. 

Hay experiencias que son señeras e irrepetibles, que te marcan para toda la vida. Ese día fui un espectador de excepción, único; que vivió los acontecimientos, los de dentro y los de fuera, con una agitación desmesurada por cuanto estaba sucediendo y con la ingenuidad de un niño tremendamente emocionado por vivir y experimentar el sueño de hacer realidad aquello del cine. Ese cine que esperaba fuese maravilloso, que acarrearía miles de aventuras e historias fantásticas y divertidas. El cine del que todo el mundo llevaba hablando mucho y con enorme ilusión durante los últimos meses; aunque a mí, claro, me parecía que llevaba esperando toda mi vida; si bien el periodo transcurrido entre la firma del contrato y la terminación de las obras fue en un tiempo récord: siete meses. Aquel tiempo me pareció larguísimo.

Mi preocupación cuando pasé por el cine aquella mañana de la reapertura, antes de ir al colegio, estaba puesta en un enorme cable con grandes lámparas que cruzaba el patio de butacas de lado a lado y que dificultaban enormemente la proyección de la película.
-¡Horror, no lo han quitado! – Dije para mí con enorme asombro.

La tarde del domingo, el 12 de enero, sólo unos días antes, se había probado el proyector y el equipo en general con una película «La Fierecilla Domada» (1956) de Antonio Román con Carmen Sevilla y Alberto Closas de protagonistas; una película muy divertida que nos había prestado para la ocasión la empresa Toledano, regentes del Cine Centro de la localidad vecina de San Vicente de Alcántara; una familia muy amable que siempre estuvo dispuesta para prestar su ayuda en cualquier necesidad o imprevisto que se nos presentase; guardo un grato recuerdo del señor Pedro Toledano Pozo, de su hijo Juan Toledano Vázquez  y, también claro está, de su colaborador más fiel y gran aficionado y amigo Teodoro Gordillo Gómez.

Pues bien, el cable con unas luces que habían puesto para iluminar durante las obras los trabajos de los obreros, aún seguía allí; faltaban pocas horas para la reapertura y a nadie parecía preocuparle aquel odioso cable que, por encontrarse en el medio, el haz de luz del proyector reflejaba ineludiblemente su fea sombra en la pantalla y lo engordaba aún más, y, sobre todo, las odiosas lámparas que parecían enormes y oscuras campanas. En fin, me tuve que ir al colegio con gran desánimo por el dichoso cable sin que el hecho de que, por otro lado, otros avatares más importantes como las butacas, las cortinas, el telón y no sé cuantas cosas más que aún se encontraban pendientes de rematar me preocupasen lo más mínimo. El cable era lo peor, y seguía allí.

A mi vuelta del colegio, algo que hice apresuradamente y de una sola atacada, contemplé sin aliento y con estupefacción que nadie había quitado el cable. Los operarios, que en gran número pululaban por allí, estaban cada cual a lo suyo. Los más escandalosos eran los albañiles; que habiendo terminado con la paleta se habían puesto ahora a realizar otros menesteres y se dedicaban en ese momento a fijar con martillazos las filas de butacas; cosa que hacían directamente al suelo de cemento por medio de unas enormes escarpias gruesas de hierro de aproximadamente 12 centímetros. Es interesante, por otro lado, observar la evolución de las cosas: lo fácil que se haría hoy día con unos apropiados tacos y un taladro ¿verdad?, pues nada, entonces a golpes y martillazos. Al igual que con las tapas traseras de los respaldos y asientos; un contrachapado que fácilmente hoy se habría fijado con un taladro y unos simples tornillos, entonces con clavos y a martillazos. Era curioso ver aquel número ingente de personas dando trompazos por doquier, estresadísimos, nerviosos y que por más que les preguntaba a unos y otros por el cable sólo me decían:
-¡Pronto, pronto!- Pasando de mí.

Mi abuelo Juan (el hombre, seguía a lo suyo), se había tirado toda la obra tratando de mantener limpias una de las pocas cosas que habían sobrevivido de los enseres del viejo teatro: las columnas de hierro que rodeaban el patio de butacas y soportaban el voladizo del piso superior. Aunque aquella mañana parecía que ya nadie se divertía tanto. Estaban tensos. Durante la obra, los obreros y yo, le ensuciábamos a conciencia las columnas y él no dejaba de protestar una y otra vez preguntándose cómo era posible que se ensuciaran tanto. Esto, que no deja de ser una gamberrada, nos divertía... (Le pido perdón a mi abuelo Juan. Fue una gran persona, muy seria y no se merecía lo que le hicimos pasar con nuestras bromas).

En mi casa, a la hora de comer, no había nadie. La comida me la preparó nuestra vecina Felisa. Como estaba deseando irme nuevamente al cine: di tres bocados y me fui. En el cine, los obreros y operarios no habían dejado de trabajar, no habían parado para comer, cada cual marchó a su casa cuando le pareció y volvió rápidamente al corte.

Como el personal estaba de lo más antipático y no me decían ni me hacían ningún caso, más bien parecía que en todos sitios estorbaba, me senté a observar en lo más alto, en las flamantes gradas del entresuelo.

 Las gradas, situadas a ambos lados del piso superior, unas escalinatas de cuatro peldaños con armazón de hierro y asientos de maderas, diseñadas por el arquitecto y elaboradas fielmente por “Pedro el herrero” (Pedro Rosado Vivas, el herrero local) y para un aforo de 200 personas.

Allí me pasé gran parte de la tarde. Aquel sitio era el que yo había elegido desde hacía muchos días para ver las películas cuando comenzase a funcionar el cine. Y allí, cómodamente sentado, apoyando el mentón en los brazos entrelazados sobre la baranda del entresuelo, observaba atentamente cuanto acontecía a mí alrededor. 

La primera planta ya estaba terminada. Descartadas las afamadas plateas y el resto de variopintas localidades que ofrecía el local para teatro, al ser ahora el cinematógrafo el entretenimiento dominante, la primera planta se convirtió en un enorme salón con un sólo modelo de localidad: las butacas.
 
La señora María y su hija, dos mujeres bajitas de procedencia portuguesa, habían comenzado a fregar el patio de butacas; antes habían barrido y limpiado delicadamente el polvo de los asientos. Las dos eran muy calladas, no hablaban mucho. Durante los años que estuvieron dedicándose a la limpieza de la sala siempre lo hicieron igual, con esmero y muy despacito, como si aquello pudiese romperse o arañarse; algo que contrastaba con los mamporrazos que le habían dado un rato antes los albañiles. Por eso me llamaba la atención esa delicadeza y la tranquilidad de aquellas dos mujeres pasando los útiles de limpieza de fila en fila, de butaca en butaca, sin hacer el menor ruido. Hasta el gorgoteo que producía el chorrito del agua cuando escurrían la fregona se hacía con suma delicadeza.

Los albañiles y todos los demás estaban en el entresuelo, dando más golpes: el electricista: el señor Eugenio Barca, que estaba ya retirado pero su afición y su inquietud no lo dejaban parar nunca. El fontanero: el señor Márquez, que fue hasta su cierre, el proyeccionista del cine. Y los carpinteros de “la serradora”; nombre por el que todos conocíamos a la empresa Martínez-Estéllez. Todos allí liados con las butacas de color verde; las del patio de butacas eran de color rojo.

La sinfonía era espectacular. Los martillazos que le propinaban a los clavos para fijar al suelo las butacas eran tremendos. Las del patio de butacas se pincharon al suelo de cemento y su sonido fue intenso, grave y seco; pero arriba no: arriba se fijaban sobre las tablas que formaban el piso de la plataforma y los golpetazos eran atronadores.  

La segunda planta ofrecía ahora dos modelos de localidades: las gradas y las butacas. Para albergar las butacas se había realizado una plataforma metálica con varias escalinatas recubiertas con un entarimado. 

Sierras, serruchos y martillos competían por ser escuchados; formando todo ello un concierto que, en manos de Wagner o Beethoven, hubiese servido para el final atronador de cualquier obra, en este caso la del cine.

En medio de todo este alboroto, Roque, el carpintero, que cortaba tablas enormes de aglomerado para los huecos de las escalinatas y los laterales del entarimado con su afiladísimo y enorme serrucho, me propinó un enorme susto al gritarme:

-¡Pero niño, deja de dar patadas!

Cierto era que, sin darme cuenta y motivado por los nervios que tenía, mis pequeñas piernas no se estaban quietas y golpeaban sin cesar el tablero de la baranda donde estaba apoyado haciendo con ello también ruiditos... pero ¿tanto ruido hacía yo para darme ese berrido? Creo que tuvo que ser mi cara de pasmo la que le contestó, puesto que de inmediato me volvió a gritar:

-¡No estás viendo hombre como estás poniendo de manchado el tablero, coño!

Y era cierto, el tablero que no llevaba ni veinticuatro horas barnizado por Roque ya lo había estrenado yo: el roce de la goma de los zapatos terminó por dibujar un enorme y horrible mapa.

La sinfonía sólo se detuvo una vez: cuando desde abajo, desde el patio de butacas, una voz melodiosa y conocida por todos dijo:

-Buenas tardeeess ¿hay alguien aquíiiiii?
 ¡PuMMMMMMMMMM!

Un último martillazo asentó, cual mazo sentenciador, el silencio más absoluto.

La voz melodiosa procedía de don Olegario, el cura. No sé si el silencio aquel fue por el poderío que en aquellos tiempos disfrutaba la iglesia o por la pregunta de “alguien aquí”; porque aquí era evidente que había muchos “alguien”, la cuestión era saber a que “alguien” se dirigía.

Don Olegario Martín Notario era y lo fue hasta su muerte en 1988 un personaje muy querido. Sacerdote elegante, simpático y bonachón con una particularidad muy especial que, dependiendo del momento, se hacía apreciar más o menos: Don Olegario cantaba. Era salmantino, nació en Vilvestre y durante un tiempo, en su juventud, fue cantante tenor en la Catedral de Coria. En Valencia de Alcántara tomó posesión como párroco el 5 de febrero de 1959. Desde entonces no había acto –casi todos- que se requiriera de la intervención religiosa que no estuviera él. Sus dotes interpretativas y “a cappella“ aportaban solemnidad al acto dándole mayor categoría.

Su entrada en el cine y el sonido reconocible de su armonioso timbre de voz, frenó de inmediato el repiqueteante concierto y dejó a todos en silencio. A Don Olegario, el silencio, parecía no importarle; como era la primera vez que entraba se quedó allí quieto, boquiabierto, contemplando la transformación del Teatro. Segundos después, el encargado, Juan Méndez Marrollo, dirigiéndose a él le dijo:

-Don Tomás- era la primera vez que oía el nombre de mi padre sonar de forma tan importante –no está. Ha ido a San Vicente en busca del proyeccionista para que venga hoy a dar la película. 
-¡Vaya por Dios hijo mío! ¡Claro que sí, claro que sí! El pobre Manolo con tanta ilusión...
-¿Sabe usted cómo sigue Manolo, cómo está?- preguntó el encargado.
-Mejor, mejor, hijo mío. Parece que lo peor ya ha pasado...

En ese instante recordé lo que pasó anoche, lo del señor Manolo. Con la agitación propia de la proximidad de la reapertura y como todo sucedió tan rápido, lo había olvidado por completo.

Anoche, como otras muchas antes de irme a la cama, acompañé un ratito a la “Brigada Nocturna”. Tocaba terminar, en los polvorientos sótanos del escenario, las obras del conducto que se utilizaría para la distribución del aire forzado de la calefacción. La “Brigada Nocturna” era el nombre afectuoso que le habíamos puesto, por trabajar de noche, a un grupo de albañiles muy simpáticos y divertidos. La formaban un oficial de origen portugués conocido con el apodo de “Paciencia” (pronunciado pasiensia), dos peones y mi padre -que también trabajaba durante el día-. Estando entre ladrillos, telarañas y con las manos sucias de yeso, una noticia sobresaltó a los presentes: Manolo “El rosca”; proyeccionista de la nueva empresa, había sufrido un infarto y se lo habían llevado rápidamente al hospital de Cáceres. Aquella noticia hizo salir fulminantemente a mi padre de la obra y, consiguientemente y sin más historias, a mí me mandaron a la cama. Por la mañana, cuando me desperté pleno de ilusión por los acontecimientos tan fantásticos que ese día se  celebrarían había arrinconado lo acontecido por la noche, lo del señor Manolo. Después, al volver al cine y comprobar que el cable aún seguía allí, tan tranquilamente colgado del techo, como siempre, como todos los días y, por otro lado, percibir la aparente normalidad que mantenían todos los presentes, pues nada me hizo recordar ni mucho menos sospechar la envergadura o el alcance que podría tener aquel infortunado suceso.

No se había marchado aún don Olegario; que seguía allí largando plácidamente, habla que te habla, sus vivencias y recordando cómo era antes aquel Teatro, cuando llegó el señor Domingo Loro. Algunos operarios, ávidos por terminar el trabajo y conocedores del corto tiempo que faltaba para que comenzara a entrar público, reanudaron sutilmente el golpeteo sinfónico.

El señor Domingo venía sin aliento cargando con dos butacas verdes recién tapizadas.

-¡Las últimas!- dijo él con gran satisfacción mientras las colocaba suavemente sobre el entarimado. Tras inspeccionar y comprobar lo que allí quedaba por hacer, resopló y comentó en voz baja dirigiéndose al encargado:

-Yo me voy. Creo que abriré la taquilla, ¿no ha venido aún Tomás?, hay una cola que...

La llegada del señor Domingo me animó. Con él siempre mantenía conversaciones muy divertidas. Pasamos muy buenos ratos juntos. Por ello, su venida, provocó en mí otras expectativas más gozosas y abandoné mi preciada localidad de la grada para acompañarle y, al mismo tiempo, experimentar “la taquilla desde dentro”; una de las muchas y nuevas sensaciones que a partir de ahora, con la reapertura, el cine me deparaba.

El entresuelo, para entrar y salir, disponía de sendos pasillos a ambos lados de la plataforma de butacas y que los comunicaban con el vestíbulo por medio de puertas muy altas y plegables, de 2,6 metros por 1,20 de ancho. Eran las mismas entradas que anteriormente, en el viejo Teatro, se usaban para subir a la tercera planta, al “gallinero”. La gradería y la tercera planta ya no existían, se había desmantelado. Los materiales con que estaba construida y su mobiliario, casi todo de madera, los había vencido el tiempo o el abandono. Por otro lado, lo que hasta entonces fue la gran puerta central al anfiteatro, a las localidades de la segunda planta, también desapareció, ya no se necesitaba. Tal maniobra permitió entonces que, tras su parapeto, se instalase una nueva cabina de proyección con su amplia sala de montaje, archivo y publicidad.

Domingo abandonó el entresuelo por la misma puerta que había entrado, la de la derecha –siempre mirando desde la calle-, yo lo hice por la de la izquierda, que era la que tenía más cerca y además, más próxima al lugar que nos dirigíamos.

Al salir del entresuelo nos encontramos a la izquierda la Cabina; al frente, y pasando un pequeño rellano, la escalera restaurada de amplios peldaños de piedra mármol que nos conduce al vestíbulo y, a la derecha, un local independiente del Teatro conocido como “El Tercio”.

En El Tercio, local propiedad del Casino y ahora alquilado, se encontraba el popular y entrañable bar que regentaba Pepe Rubiales y su mujer Esperanza: el «Café-Bar PEPE». Allí brindaban al público con el sano humor que les caracterizaban y por tan sólo cinco pesetas una gran oferta:

«COPA CAFÉ PURO UN DURO»

Ingenioso lema su eslogan y reclamo comercial. Aquella tarde el bar de Pepe estaba hasta los topes. Era evidente que un gran número de los anhelosos asistentes al estreno del cine, mitigaran su espera con algún que otro servicio de aquel singular establecimiento.

Pasé con mucha dificultad por los huecos, entre pantalones y faldas apretujadas, que me permitía aquella algarabía de clientes que, agolpados se reunían en el rellano y a lo largo de la escalera.

La taquilla se encontraba en un habitáculo que actualmente se utilizaba también para oficinas y se ubicaba justo debajo del bar de Pepe; un pequeño semisótano al que se accedía por el vestíbulo, bajando las escaleras de mármol del bar, a la derecha. El semisótano era una habitación húmeda de 25 metros cuadrados con suelo de cemento, paredes con revestimiento de cal y techo de bóveda de aljibe; tenía su entrada natural por el lado opuesto y se accedía desde la calle, a su nivel, a través de un pequeño patio empleado en otros tiempos para leñera. Circunstancialmente y por proximidad la entrada al lugar se hacía ahora por la otra, la falsa, la del vestíbulo. Una entrada extraña y dificultosa: había que atravesar, una vez abiertas de par en par dos pequeñas puertas, un muro de un metro de ancho descendiendo a la par por unas pequeñas y estrechas escalinatas de cemento con cantos de madera; algo así como si entráramos en un colector o pasadizo subterráneo.

Después de abrir, entrar y volver a cerrar las dos pequeñas puertas de la oficina, bajé las escalinatas y me senté expectante junto al señor Melitón. El bullicio de fuera, nuevo para mí, me tenía sobresaltado. Y al señor Melitón creo que también, también se sentía aturdido; y eso que el señor Melitón (Melitón Bohórquez Carballo), había sido de joven guardia civil. Ahora, ya retirado, cumplía con gusto en el cine el trabajo de conserje.

No hablamos nada, en silencio, sólo escuchábamos.

El ruido que engendraba aquella multitud era inquietante: palabras cortadas e ininteligibles, risas, golpes y griterío, mucho griterío.  No sé si era el ambiente o el efecto de estar hundidos allí, en aquel cerrado semisótano, pero sentía que aquello nos terminaría aplastando y, peor aún, nadie se iba a dar cuenta. Por otro lado, los que estaban en la calle tras la ventanita de madera de la taquilla y aburridos de esperar en la cola, nos sobresaltaban cada vez que alguno aporreaba el postigo...

-¿Y mi padre? ¿Dónde estará? ¿Por qué no está aquí? –Pensaba,  asustado por aquel cúmulo de sensaciones.

¡Pum-pam-PUMMM!

Aquel ruido, producido al abrirse y golpearse contra el muro las pequeñas puertas de la oficina, nos hizo saltar a los dos de nuestros asientos. ¡Por Dios, qué susto! al menos a mí; no sé si también al señor Melitón, que siempre que entraba alguien se levantaba; pero, tan deprisa como aquel día, nunca.

Las puertas como eran tan pequeñitas, 35 centímetros cada hoja y de 1,70 de altura y, además, se abrían al vacío sin rozar en ningún sitio y con un giro de tan sólo 90º, pues, con sólo empujarlas ligeramente enseguida hacían su recorrido y chocaban contra el muro que, dependiendo de la intensidad del empuje, así era su encontronazo.

Era el señor Domingo, el que nos dio el susto. Que, después de atravesar y esquivar al público que se aglomeraba en el vestíbulo, llegó finalmente a la oficina. 

-¿Qué se sabe, qué se sabe de Manolo?- preguntó el señor Melitón.

Presté interés. Presentía que lo que finalmente le había ocurrido al señor Manolo era malo y que, por consiguiente, no iba a venir hoy.
-Mal, mal. El pobre...- dijo Domingo.
-¡Qué fatalidad, hombre, qué fatalidad!- exclamó con pesar el señor Melitón.

No dije nada. Me quedé callado, pensativo. El señor Domingo estaba muy raro, preocupado. Lo noté, ¡vamos que lo noté!: Él siempre, cada vez que me veía, me saludaba diciendo alegremente: ¡Qué te cuentas, mindongo,!... pero esta vez no, creo que ni siquiera advertía mi presencia. Sin más, abrió la taquilla y se dispuso a vender las entradas.

El postigo de la taquilla estaba muy alto y para llegar a él le habían prefabricado una plataforma de madera. Una silla, una mesita, una lámpara flexo niquelada, un dispensador de monedas y una vieja esponjita con agua para humedecerse los dedos y manejar mejor las entradas eran sus aparejos. Y, para el cobro y las cuentas, una ingeniosa tabla con los precios de las localidades ya debidamente calculados.
 
Ciertamente aquel sitio gozaba de tradición y era la taquilla del Teatro de toda la vida, allí se habían vendido siempre las entradas de los espectáculos. Lo que resultó evidente y a todas luces palpable era que aquella taquilla no era cómoda para nadie. Ni para el público; que tenía y debería hacer cola siempre en la calle a merced de las inclemencias del tiempo, ni para el taquillero; que se las tenía que ingeniar para atender la demanda con enorme paciencia y una titánica fuerza de voluntad. A los pocos días, justo lo que se tardó en hacerla, el Teatro contó con una nueva taquilla; ahora ya, dentro del vestíbulo, a la derecha de la entrada.

Cuando el señor Domingo abrió el postigo de la vieja taquilla, el griterío aumentó considerablemente. Fue una invasión acústica.

La ventana, un hueco de 30 por 50 y un fondo o profundidad de un metro -el grosor del muro-, trasladaba al interior del habitáculo los ruidos de la calle. Nosotros oíamos y escuchábamos perfectamente al cliente, al que iba a sacar la entrada, pero el cliente a nosotros no; el gentío de su entorno no le permitía escuchar absolutamente nada de lo que le decía el taquillero.

-Dime, ¿qué deseas?
-¿QUEEEEE?
-¿De dónde las quieres?
-DOS ENTRADAS
-¿De butaca, entresuelo o gradería?
-DOS ENTRADAS PARA AHORA
-¿De butaca, te las doy de butaca?
-¿CUÁNTO ES?
-¿De butaca, entresuelo o gradería?
-¿QUEEEEE?
-¿QUÉ SI DE BUTACAAA, entresuelo o gradería?
-SÍ, SÍ, CLARO, DE BUTACA. Dos, dos.

-Buenas ¿los niños pagan?
-¡Claro! No ven igual la película.
-EEEEH?
-Son entradas numeradas y si el niño ocupa una entrada pues tiene que pagarla.
-DEME DOS Y UNA PARA EL NIÑO ¿CUÁNTO ÉS?
-¿De butaca, entresuelo o gradería?
-EEEEH... No te oigo bien. Dame dos y una gratis para el niño.

-Buenas tardes ¿quedan buenos sitios?
-Sí, hay. ¿De dónde las quiere, de butaca, entresuelo o gradería?
-¿DE QUÉ FILA DICES?

Después de los primeros momentos, la profesionalidad de Domingo Loro adquirida por los muchos años que llevaba ejerciendo de taquillero taurino, se hizo notar y, poco a poco, fue ordenando aquella tensa situación. Dejó a un lado las preguntas y se limitó simplemente a atender y comunicarse con el “leguaje de las manos” con gestos. Y, para el importe, señalaba en la tabla lo que deberían pagar por sus localidades. 

-¡PuM-paM-PUUUUUUMMM!

Otra vez la puerta. Ahora era el señor Paco Bonifacio; entró velozmente y bajando dos de las seis escalinatas, lo justo para ver lo que allí había, preguntó exaltado:

-¿Y Tomás, y Tomás? ¿Dónde está Tomás?

Al señor Melitón y a mí, el trompazo nos había vuelto a poner firmes, no nos dio tiempo a pronunciar palabra. El Señor Bonifacio, tras realizar un examen visual y comprobar que allí no estaba mi padre, voló dejándonos con la palabra en la boca y las puertas abiertas de par en par. Eso nos permitió advertir que en el vestíbulo ocurría algo: por la posición visual que nos permitía aquel lugar tan bajo pudimos observar que faldas y pantalones se movían, reculaban y dejaban sitio; además, se oían aplausos ¿...?

Corrí afanoso para ver qué sucedía ¿sería mi padre? Era lo que más deseaba en ese momento y aquellos aplausos me parecían apropiadísimos. Pero no, no era mi padre, era don Olegario que acompañado de un monaguillo y seguido por una comitiva de hombres entrajeaos, se dirigían pomposamente por el pasillo que le abría la multitud hacia la entrada del patio de butacas. De pronto, entre ellos, advertí una silueta que me agradó enormemente: mi madre ¡qué bien! Salté y salí de aquel hoyo corriendo hacía ella. ¡Por fin, alguien agradable! pensaba yo.

-¡Pero tú...! ¿dónde andas? ¿Dónde has estado metido todo el día? – me gritó mi madre enfadada, muy enfadada.
-Uuuuuuuh- rumié. Aquello no era divertido, la situación no era agradable, más bien hostil. Abandoné la comitiva, me quede quieto, ellos fueron los que se alejaron y decidí observar lo que harían desde mi lugar preferido, desde lo alto de la grada, en el entresuelo. 

Ya no quedaban tantos operarios trabajando, sólo los carpinteros. Casi todos los albañiles que trabajaban para mi padre se marcharon a sus casas para prepararse y poder desempeñar seguidamente sus cometidos en el cine: serían ellos mismos los que ocuparían los puestos propios de porteros, acomodadores, etc. Por otro lado, cosas por terminar ya quedaban muy pocas: algunas tapas traseras de butacas y no mucho más.

La comitiva marchó enfilada por el pasillo, por el centro de las butacas. Sólo cuando don Olegario se paró, porque ya no había más pasillo y porque además había llegado al final del local, sólo entonces se ramificaron los invitados que le acompañaban por entre las filas de los asientos.

A la derecha, en el rellano que separa la primera fila del escenario, se posicionó el sacerdote, mi madre y el señor Bonifacio.

SILENCIO
Algo que nadie dijo pero que se interpretó y ejecutó de forma inminente desde el instante en que don Olegario, poniendo cara de cura y muy serio, se dio la vuelta, orientándose hacía el público, levantó la vista y los miró.

SILENCIO
Los operarios del entresuelo que me acompañaban dejaron también de dar golpes. Abandonaron sus herramientas y se levantaron velozmente.

Algo va a ocurrir, pensaba yo.

SILENCIO
Don Olegario, con los brazos pegados al cuerpo y reposando, sobre su proverbial barriga, las manos con sus dedos entrelazados, esperaba.

SILENCIO
Don Olegario no decía nada, persistía o deseaba más silencio; como si ambicionara callar también la algarabía del vestíbulo.

SILENCIO
Los de butacas tosían bajito, como siempre se hace en estos casos. Los del entresuelo permanecían firmes, con los brazos cruzados en la espalda y espelucaos;  se habían descubierto, quitándose las gorras que casi todos llevaban y sus cabellos quedaron revueltos y despeinados.

SILENCIO
Don Olegario carraspeó y, después de unos minutos eternos, cuando consideró que allí ya no se lograría más silencio, comenzó su acto haciendo la señal de la cruz y diciendo al mismo tiempo:
-Estamos en la presencia del Señor, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
-Amén – contestaron todos.
-Que nuestro Señor Jesucristo, nos conceda por su Espíritu, la Gracia de compartir junto a Él la bendición de este Teatro.
-Amén.
-Queridos hermanos, dirijamos nuestra oración a Cristo, que quiso nacer de la Virgen María y habitó entre nosotros, para que se digne entrar en este Teatro y bendecirlo con su presencia. Cristo, el Señor, está aquí, en medio de ustedes, fomente su caridad fraterna, participe en sus alegrías y los consuele en las tristezas. Y ustedes, guiados por las enseñanzas y ejemplos de Cristo, procuren, ante todo, que este Teatro que hoy bendecimos sea lugar de...

Después de la oración, realizada con su peculiar estilo, se dispuso a realizar la bendición. Sus palabras, interpretadas bajo la cómplice ayuda de la excepcional acústica del teatro, sonaron muy solemnes portentosas:
-Bendice Señor este local, Teatro Cine Luis Rivera y a los que aquí trabajan, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Aquel instante, aquellas palabras dichas mientras rociaba armoniosamente el escenario y las butacas con agua bendita, me impresionó.  Continuó después con oraciones que él mismo interpretó melodiosamente y finalizó hablando del Teatro, de su historia y del esfuerzo que había realizado la nueva y joven empresa para poderlo abrir: mi padre, mi madre y, por su puesto, Paco y su querido amigo Manolo; subrayando la fatídica situación de éste último y pidiéndole a Dios por una rápida recuperación. Un aplauso, un caluroso aplauso, remató las palabras de don Olegario. Yo estaba emocionado, como otros muchos. A continuación, el señor Bonifacio, se dirigió a todos los presentes: dio las gracias en nombre de la empresa y los invitó a tomar un aperitivo en las dependencias del Casino, arriba, en el Salón de Bailes.



 No había comido prácticamente nada en todo el día. Aquella invitación, que obviamente no iba dirigida a mí, me sonó a gloria. Ya antes, durante la bendición, observé que abajo en el Patio de Butacas se encontraba Diego Bonifacio. Diego era el hijo mayor del Señor Paco y además un gran amigo mío. Por lo tanto, en vista de que mi madre estaba enfadada y me podría aguar la fiesta mandándome a casa, me escabullí como pude y juntándome a él y a su padre nos dirigimos hacía aquella interesante y muy apetecible manduca.

Entrar en el Salón del Casino, enmoquetado oscuro de tonalidades rojizas, me pareció volver a mi primera experiencia en el Teatro; sólo que aquello no estaba tan deteriorado, claro. Algo rancio, eso sí, y de una seriedad imponente: enormes espejos, grandes y altísimas ventanas, muchas escaleras, lámparas fabulosas... todo muy antiguo.

En el Casino estaban preparadas varias mesas largas repletas de aperitivos y bebidas. Nosotros nos inclinamos hacía los refrescos «Canada Dry», muy populares por entonces; el jamón y, sobre todo, las patatas fritas y las aceitunas rellenas fueron nuestro principal objetivo. El servicio estaba atendido por El Clavo: el Café Bar Restaurante que dirigían Víctor y Antonio, sus dos propietarios; que instalaron y atendieron como siempre, con buen gusto y cordialidad, aquel agasajo que la nueva empresa ofrecía a sus invitados y que, curiosamente y como únicos representantes de la misma sólo estábamos nosotros dos. El padre de Diego, una vez que acompañó a los invitados al Casino, salió pitando; el cuadro organizativo en el cine debería ser todo un espectáculo de malabares: no había proyeccionista, las butacas no estaban acabadas, el taquillero se desgañitaba en el sótano, los porteros y los acomodadores se habían marchado y, dando caña al asunto, un público impacientísimo que lo tupía todo colaborando notablemente a potenciar el nerviosismo general.

Cuando consideramos que ya teníamos suficiente, que ya no nos apetecían más patatas ni aceitunas ni tampoco beber más Canada Dry, volvimos al cine. Curiosamente me sorprendió que el bullicio del vestíbulo había desaparecido, esperaba encontrarlo tal cual lo dejé, pero no fue así, ya habían entrado. El cine estaba abarrotado, completamente lleno. Me dirigí a la grada, a mi sitio, que, evidentemente y para sorpresa mía había desaparecido, me lo habían quitado.

-Este es mi sitio- dije yo apuntando con un dedo a uno de los chicos que allí estaban sentados. No me hicieron el menor caso, seguían a lo suyo: nerviosos, jugando a darse empujones.
-Este es mi sitio, lo tenía cogido
-Pues no haberte marchado- dijo uno con tono irónico.
-He tenido que salir, pero ya lo tenía cogido.
-¡Sí hombre! Haber quedado una señal, algo.
Entonces, fue como una iluminación –la bombillita que se te enciende encima de la cabeza-, acordándome de Roque y apuntando enérgicamente al tablero que había manchado les dije:
-¡Mirad mis huellas! ¡Aquí tenéis la señal!
Los más próximos miraron aquel mapa y después de meditarlo con asombro durante unos segundos, sin mediar palabra, se fueron apretujando más aún y me dejaron mi sitio, apretado pero en mi sitio ¡hombre!

Seguía aún inquieto, con los nervios a flor de piel, por aquella defensa justa de mi territorialidad cuando se apagaron las luces. Todo se quedó a oscuras. El público irrumpió en un estruendoso aplauso al mismo tiempo que gritaban:

-¡BIEEEEEEEEEEEEEEEEENNN!
De pronto, se ilumina la pantalla y aparece Raphael
-¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHH! 

Hay que situarse en 1969 para entender y comprender mejor el alcance y el efecto que tuvo en el público aquella impresionante imagen de Raphael.

Rafael Martos, un joven cantante nacido en Linares (Jaén), llegaba de representar a España ( por segunda vez) en el Festival de Eurovisión; se estaba convirtiendo en un ídolo mundial. Las únicas imágenes que de él se tenían eran las que proporcionaban la prensa, revistas y los escasos aparatos de televisión que entonces había y además en blanco y negro.

Ver a Raphael en la pantalla, en color, en Cinemascope (pantalla grande, la película de realizó originalmente en formato 70 m/m) fue para las chicas un efecto que les impresionó y, por consiguiente, muy difícil de contener; además inesperado, porque lo que se esperaba era la película anunciada. El pase del trailer, el avance de la película, «Al ponerse el Sol» (1967) anunciada para el próximo domingo fue una gran sorpresa, el mejor regalo que podría ofrecerse en ese momento a la joven clientela. Las chicas, emocionadísimas todas y conocedoras de la letra, tarareaban el tema «Hablemos del Amor» que supuestamente cantaba Raphael, porque allí a Raphael no se le oía nada. Con el jubileo, los gritos de emoción y el canturreo general e improvisado de la eurovisiva canción, era imposible oír nada.






Gritos, gritos y más gritos. Impresionante. El inicio del cine aquella tarde fue verdaderamente impresionante, inolvidable; aunque lo malo vendría después.

Cuando terminó el trailer nos dimos cuenta que se había proyectado sin sonido. Por alguna razón técnica la proyección fue sin sonido, aunque nadie se percató. El proyector, al finalizar el trailer y continuar con las primeras imágenes de la película en absoluto silencio, se paró. Una parada que en principio el publico agradeció, nadie protesto. Aquel descanso accidental fue gratificante. Todos los que estábamos allí, los que se desgañitaron por la sorpresa y monumental aparición de Raphael en la gran pantalla y los que circunstancialmente nos vimos aplastados por el delirio de sus fans, podríamos así recuperarnos y salir juntos del éxtasis.

Se reanudó la proyección... ¡sin sonido!

-¡EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEHHHHH!
El respetable cambió las entusiastas AAA del delirio por las EEE de la protesta.

Unas protestas lógicas puesto que aquello era una calamidad de proyección. Las aventuras y batallas en la pantalla del obstinado Petruchio tratando de domar a la temperamental Katharina se veían interrumpidas  infinidad de veces por cortes. ¿Qué pasaba? ¿Quién estaba en la máquina? Yo no me atrevía a moverme por miedo a perder mi sitio y aguanté la curiosidad hasta el final de la película. ¡Qué desastre! En ocasiones, cuando más pataleaba la gente, me acordaba de Roque... ¡Anda que le estarían poniendo todo bueno, con tanto pataleo!

El operador, un buen hombre, tuvo que sobrellevar aquella experiencia malamente, la verdad, era: Luis Hernández Bueno, el operador del Cine Centro de San Vicente de Alcántara que, sin conocer el nuevo equipo, se prestó amablemente a solucionar el contratiempo presentado aquel día por la desafortunada ausencia de nuestro proyeccionista, Manuel Carpintero. El segundo pase se realizó con toda normalidad y, los que volvimos a verla disfrutamos enormemente de la primera película: «La Mujer Indomable» (1967)

Mi padre, que se había ausentado y no estuvo presente en ninguno de los actos celebrados aquella tarde por tratar de solucionar la sustitución temporal del proyeccionista, ya estaba allí ¡por fin! y mi madre también, muy contenta. Todos estaban muy alegres y satisfechos cuando se cerro el cine, al finalizar las dos funciones. El pobre de mi abuelo Juan tuvo que ser el que protagonizara la anécdota del día, esa que hizo reír a todos, descargando con ello la tensión de las últimas horas. Fue espectador en las dos funciones que se dieron de la película y como en su vida había visto poco cine, dijo, interviniendo en los comentarios que unos y otros hacían sobre la película del estreno:
-Está bien, pero hay que ver lo mucho que se parecen las dos películas.
Aquello nos hizo reír a carcajadas.

El año 1969 se recordará siempre en España como el año en que el general Franco nombró al Príncipe Juan Carlos su sucesor; en el mundo como el año en que, entre otras cosas, el hombre pisó por primera vez la luna; pero para mí, 1969 será siempre el año en que se inauguró El Cine.







martes, 8 de septiembre de 2015

Furtivos

Programa publicitario 1976
Sinopsis
Un joven cazador furtivo vive aislado en el bosque con su madre violenta y posesiva. Un día, conoce a Milagros, una chica escapada de un convento de monjas, se enamora de ella y decide llevarla hasta su casa para darle cobijo. Pero los celos de la madre, temiendo perder el amor de su hijo, provocarán una dramática reacción.

Lola Gaos, Ovidi Montllor, Alicia Sánchez


Esta película se estrenó en el Teatro-Cine Luis Rivera en la Semana Santa de 1976, llegaba después del morbo obrado por la censura que, en esas fechas era como un enorme globo inflándose de agua con infinidad de mordeduras que, consecuentemente, estaba próximo a explosionar.

José Luis Borau


Hoy es un hito en la historia del cine español,  Fue la primera película que se enfrentó a las imposiciones censoras y venció, consiguiendo introducir contenidos eróticos, desnudos, sexo, personajes amorales, incesto, violencia animal, claras alegorías a la incompetencia de las autoridades al ridiculizar al régimen a través de la figura del gobernador civil interpretado por el propio Borau. Aún así la Censura intentó torpedearla exigiendo su recorte en 40 planos; sin importancia, según Borau.


El Gobernador (José Luis Borau)


Esta victoria contra la represión hay que verla en el contexto de 1975, el régimen se desmoronaba y el dictador estaba moribundo. Gran parte de los méritos del film debe atribuirse al coguionista Manuel Gutiérrez Aragón. La película fue premiada con la  Concha de oro en el Festival de San Sebastián (1975).

Afiche, diseño de Iván Zulueta

Me impresión Lola Gaos, un papel brutal y desgarrador que magníficamente supo expresar el gran cartelista y diseñador  Iván Zulueta en el afiche de la película. Ovidi Montllor borda el papel (después de este, siempre que lo veo en la pantalla, veo a Ángel, el cazador furtivo) y sugestiva a más no poder la gran Alicia Sánchez. 


Octavilla publicitaria Teatro-Cine Luis Rivera

En el Luis Rivera comenzamos a anunciar la película desde el momento en que teníamos contratada su exhibición. La expectación era enorme y, tras el estreno el Domingo de Resurrección, hubo que repetirla tres días más. En total fueron 947 los asistentes que presenciaron Furtivos. La película a nivel nacional fue vista por algo más de tres millones y medio de espectadores. 

Octavilla publicitaria Teatro-Cine Luis Rivera




Miscelánea


lunes, 11 de mayo de 2015

Aquel cine de mi pueblo



Canal Extremadura en colaboración con la productora Destino Oeste han ofrecido dentro del programa semanal «52 Minutos» el documental «Aquel cine de mi pueblo».


Una película realizada por Jerónimo García, un documento impecable del devenir cinematográfico en Extremadura que será referencia futura para los estudiosos del cine en nuestra región de una época irrepetible.

El documental ha contado con la participación de diferentes personas vinculadas con el Arte y la Cinematografía extremeña.

Catalina Pulido - Historiadora del Arte
Francisco M. Sánchez Lomba - Doctor en Historia del Arte
José Caballero Rodríguez - Autor del libro
Historia Gráfica del Cine en Mérida
Ángel Briz - Director del Festival de Cine de Mérida
Francisco Salete - Proyeccionista
José M.Sánchez «Josan» - Cartelista de Cine
Tomás Berrocal Magro - Exhibidor de cine
Alejandro Pachón Ramírez - Doctor en Historia
Pedro A. Núñez Liviano - Proyeccionista
Francisco López - Exhibidor de cine

El archivo gráfico y documental del «Teatro-Cine Luis Rivera» así como el de «Hoy en 2 Sesiones», han prestado, junto a otros, su disposición y colaboración en la realización del mismo.

Fachada calle Toledo (San Bartolomé)
Fachada Plaza Gregorio Bravo (La Playa)
Patio de Butacas (1969)
Muchas gracias, por hacerlo, por hacerlo tan bien y, por supuesto, por incluirnos en él.
Tomás Berrocal Magro.






martes, 10 de marzo de 2015

AFICHES: Memorias de África


«Memorias de África» Out of Africa, 1985 contó con dos afiches diferentes en su comercialización por los cines: el propio del estreno y otro extraordinario editado meses más tarde tras la avalancha de premios Oscar que la emotiva cinta de Sydney Pollack consiguió en la Ceremonia celebrada en 1986.


Pero, más allá de esta curiosidad, «Memorias de África» cabe recordarla aquí como la última gran película, entonces denominada como "fuera de serie", que se programó en el Teatro Luis Rivera. El coste económico fue tremendo, pero la ocasión lo merecía; el cine iba a ser demolido, eran sus últimos días, la última feria y, por tanto, era un lujo que había que presentar sin duda alguna.


No fue la única, por supuesto, el programa de despedida aglutinaba lo mejor y lo más exitoso pero, «Memorias de África», fue la primera, la estrella de la cartelera.


Todo acontecimiento, por muy bueno que sea, necesita del toque mágico que lo haga apetecible. Que el público iba a responder a la película, no cabía duda; pero mejor aún si está es servida en bandeja de plata. La publicidad previa al estreno, con todos los medios disponibles, hizo su efecto y fue vista por 1.164 personas. Los afiches, los 2 modelos, colgaban de infinidad de carteles de madera y también pegados en diferentes fachadas; programas de mano por buzoneo y la megafonía, con la fastuosa banda sonora de John Barry, despertaron aún más el interés general por ir al cine y dejarse cautivar con su magnífica historia, su cautivadora música y su espléndida fotografía.





 

Y qué decir de la película... evidentemente estamos ante una fantasía romántica magistralmente aderezada y el cine, como medio de entretenimiento, permite sin complejos abordar cualquier historia que nos haga pasar un buen rato. Otra cosa es pretender hacerla verídica. Dicho esto, «Memorias de África» es agradable a más no poder y entusiasma y enamora y te hace vivir su hechizo de forma que sientas la pasión y el amor que su autora inmortalizó en varios escritos basados en los recuerdos de sus vivencias en el continente africano.  

Karen Christence Blixen-Finecke
Karen Christence Blixen-Finecke, más conocida por su pseudónimo literario Isak Dinesen, fue una escritora danesa que, antes de dedicarse a la literatura, pasó un tiempo en Kenia tras contraer matrimonio de conveniencia con un aristócrata y mantener relaciones sentimentales con un cazador británico. Ese periodo es recogido en varios libros, narrados con ensoñación y de dos de ellos («Lejos de África» y «Sombras en la hierba») el insigne Pollack halló materia para ejecutar con maestría una cinta que evoca en la pantalla toda la pasión que la autora deseó perpetuar en sus escritos.

Meryl Streep (Karen Christence)
La película es un encanto, un deleite visual y emocional fascinante; fotografía, música y relato cobijan una historia de amor dulce y respetable que ya forma parte de la historia del cine y, por lo cual, nadie debería perderse.



Klaus Maria Brandauer (Barón Blixen)
Barón: --Podías haber pedido permiso...

Robert Redford (Denys Finch)
Denys: --Ya lo hice, y ella me lo dio.



«Memorias de África» es una de mis películas; desde su pase por el Teatro Luis Rivera no le he perdido la pista y siempre he dispuesto de ella en los formatos que han ido apareciendo.


Como también su banda sonora; el disco de vinilo que adquirí para la promoción, está actualmente cedido al Museo Municipal.

Museo Municipal - Sala del Cinematógrafo - Bandas Sonoras




martes, 3 de febrero de 2015

AFICHES: Los Cañones de Navarone y Blastfighter: la fuerza de la venganza


Las "hazañas bélicas" de los tebeos de los años 50' tuvieron en la siguiente década su repercusión en la gran pantalla con multitud de títulos; casi todos basados en la Segunda Guerra Mundial y con ello se puede decir que establecieron un género propio. De esa época me quedaría con tres: «LOS CAÑONES DE NAVARONE» The Guns of Navarone, 1961; «DOCE DEL PATÍBULO» The Dirty Dozen, 1967 y «EL DESAFÍO DE LAS ÁGUILAS» Where Eagles Dare, 1968.  


Una aventura entretenida que, en gran parte le debe su aura a la banda sonora que compuso  Dimitri Tiomkin. 






En el Teatro Luis Rivera Los Cañones de Navarone se exhibió en dos ocasiones, el 1 de enero de 1973 y el 13 de abril de 1986



No cabe duda que «BLASTFIGHTER: la fuerza de la venganza» tiene infinidad de vínculos con la exitosa de cinta de Stallone «ACORRALADO» (Rambo: First Blood), 1982: Un policía honrado que siempre cumplió con su deber y que por haber acabado con la vida de un delincuente es condenado a varios años de prisión. Una vez cumplida su condena, decide retirarse a su pueblo natal y, al igual que le sucedió al soldado John Rambo, no es bien recibido y derroteros violentos dan pié a un desenlace previsible. 


El afiche está diseñado por Casaro y da puntal a la película.


Blastfighter se estrenó en el Teatro-Cine Luis Rivera el 9 de febrero de 1986.